Por Almudena Jiménez.
He logrado cumplir un año sin fumar. Un año aburrido en el que la vida se ha mostrado razonablemente agradecida conmigo. Al final, lo he hecho por ella, por mejorar su calidad y, espero, su cantidad. Había oído por parte de conocidos que, una vez que dejas el tabaco, la comidas saben más intensas y mejores. En mi caso, que debo de tener un paladar de rango excelente, la comida siempre me ha sabido al nivel correspondiente. Eso sí, despojarse una de los malos vicios me ha sentir más fuerte pese al síndrome de abstinencia. Me considero mejor por haber dejado de fumar, la verdad. Al principio me costó hacer la gana de tomar una cerveza; sin cigarro no sería igual. Ni os cuento los ratitos del café. Ese café de la mañana, después del lujo de una buena ducha, antes de ir a trabajar andando y sintiendo el fresco de las primeras horas del día, acompañado de un cigarro en silencio, escuchando la radio o leyendo las noticias.
Voy a contar lo que he descubierto: que el momento es igual de intenso, merecedor de mis cuidados, y extrasaludable ahora que no está la nicotina de por medio. La cañita helada en una terraza me sale más barata. Me levanto respirando mejor. Si embargo, la comida me sabe igual de buena, de verdad os lo digo. Qué le hago. Hasta me parece más bonita la mesa invadida por un ejército de botellines sin el tanque que representa un paquete de tabaco; pero, nada, que las sardinas marinadas de la Barra del Cañabota de Sevilla me saben igual de buenas. La tapa de oreja del San José de Leganés me causaba la misma alegría. Los sabores son los mismos, no he encontrado un nuevo gusto, pero he encontrado que soy más fuerte de lo que creía. Creo que soy yo la que sabe mejor que nunca, a pesar de los matices amargos del último año. El sabor es el mismo, aunque quiera ser peor.
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