Por Almudena Jiménez
Dicen que un cocinero demuestra que vale, entre otras cosas, por su técnica al hacer una simple tortilla francesa. Simple es un adjetivo que se utiliza así como así, para descalificar o como si tuviese el mismo significado que sencillo. No me gusta demasiado que la gente haga uso de las palabras de forma incorrecta, y eso a veces produce en los demás una profunda irritación porque una discusión conmigo se convierte en un laberinto en el que yo conozco la salida porque recuerdo qué palabras se expresaron, de qué manera y en qué contexto. También he aprendido a decir en alto que, no siempre, pero sí a veces, es una pesadilla estar en mi cabeza. Una de las acepciones de simple es “sencillo, exento de dificultades”; y otra -qué grosero- “falto de sabor”.
La tortilla francesa de mi casa no tiene nada que ver con esto. No sé si es el plato de mi vida. Ya sé que siempre digo lo mismo y le prometo fidelidad a cualquier guiso que pasa, pero tal vez sea la definitiva. La cuchara de madera ya un poco curtida es el primer utensilio que mi madre me dejó coger para hacerla mía, y ya nunca la solté. Creo que parte de la magia -aunque ella es la persona más limpia que conozco- está en que esa madera tenga restillos de huevo. Que no te dé asco. Es solo una intuición. Al parecer los franceses no lavan la sartén donde menean la omelette. Esto sale en la serie Emily in Paris, que yo no he visto porque me creo mucho más seria que eso y prefiero regodearme y rebozarme en el barro del humor triste de After life. La realidad es que, si se te queda algo como el detalle de la sartén en el grueso de una serie sobre la vida de una chica mona en una ciudad imposiblemente cara, ya ha servido el tiempo gastado en verla.
Mi madre me enseñó a hacer la tortilla a su manera, y ya nunca tuvo que preocuparse de volver a hacerlas hasta que me fui de casa. Diría que las hace con calma, pero otra vez tengo que abrir una puerta en este jardín de recovecos que es hablar conmigo misma, y no es así como recuerdo sus manos pequeñas que eran la envidia de todas sus amigas cuando era jovencita. Mi madre hace las tortillas francesas rapidito y bien. Así le gusta a ella que se hagan las cosas, porque así le cunde mucho el día; y con seis hijos, mi padre, su madre y su hermana, todos en casa, tampoco hay muchas más opciones. Es también todo esto una alegría y un orgullo que lleva en la cara y en algunas quemaduras en las manos, marca de la casa, el garabatito que ella dice que tiene cada uno. Ojalá ese no fuera el suyo, pero a mí me gusta porque si no, no serían sus manos, ni su cara, ni su estatura tan menuda por la que es la única que me pide que le alcance los tarros de legumbres de los estantes superiores. A veces creo que lo hace porque sabe que me gusta.
Después de hacer no sé cuántas tortillas francesas, a unos más hechas, a otros menos, a mi tía con jamón, pero siempre después de recoger, terminábamos con un poco de crema de manos, guardada junto a la cajita de madera donde deja sus anillos mientras guisa. Toda la vida me he probado su alianza, en la que cincuenta y dos años han borrado casi todas las letras del nombre grabado de mi padre, porque siempre me ha quedado perfecta. Ahora que por fin tengo la mía, busco en mis manos las suyas para ver si algún día se me pondrán las manos de madre. No sé si alcanzaré a trabajar tanto. La verdad es que no hay un día que haga tortilla en mi casa sin pensar en cómo las hacía con ella, a pesar de que hace poco vi en Youtube a un tipo que dicen que es el mejor del mundo en hacerlas, y que ahora las hago con una espátula de silicona. Nuevas costumbres que me imagino pasándole a mis hijos. Pero primero dejaré que aprendan de las manos de la abuela, más viejas y espero que ya menos ásperas, con el mismo rapidito, distintas técnicas, el mismo amor, pegadito a la cuchara de madera.
Periodista. Escribo y hago radio local. Me gusta comer bien, mi familia, y conducir. Todo mejor en 35 mm.
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