Comer me emociona tanto por lo contentos que se ponen los ojos cuando un sabor delicioso entra en contacto con nuestras papilas gustativas, cuando las grasas se deshacen en la boca; cuando algo nos sorprende o cuando nuestros recuerdos se ponen a funcionar a toda máquina, encontrando el preciso instante en que probamos por primera vez ese bocado. Esta semana, y mira que lo mencioné el mes pasado, hemos dado con el pastrami definitivo.
Fue pasando de casualidad por el Mercado de Productores de Planetario, al que nos acercamos ya que íbamos a celebrar los cuatro años de nuestra sobrina Carlota, y después ya de cargar en una bolsa un queso que ganó el oro en el mundial de quesos hace cinco cursos y un taco de sobrasada de Menorca para no olvidarnos de que es verano siempre que a ti te dé la gana. El sándwich, después de hacer la carne al baño María como nos ilustraron en el puesto de Ahumados Pastor, hizo que nos mirásemos al mismo tiempo, asintiendo, sabiendo que el hallazgo era digno de anotar en ese libro de recetas familiar que está aún por empezar.
Es importante que cada casa tenga sus normas, manías, costumbres y rarezas. En nuestro recetario habrá una lista de descubrimientos que no llevan el precio apuntado porque a veces merece la pena vivir sin mirar la cuenta y no arrastrar ninguna culpa por ello, y no es impopular como no lo es que las terrazas de los bares estén llenas “con las cosas como están”. Es que porque las cosas “mira cómo están”, ese bocado de pastrami de Bustarviejo con pepinillos y mostaza te pone los pelos de punta; como la cerveza, que cada vez está más cara. O uno se paga cualquier plataforma de entretenimiento porque tiene que dejar entrar en su ocupado coco historias para escapar al menos un ratito. Yo, cuando consigo esa mirada alegre, sé que he dado con algo bueno. Quiero apuntarlo, que tenga su propio apartado y volver a ese momento cuando a mí me dé la gana.
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