Este año teníamos una nueva oportunidad. Este año, en sí mismo, era la ocasión perfecta para hacerlo todo de manera diferente. Todo el mundo tenía ganas. La Navidad encarna exactamente eso: nuevas ilusiones, coger fuerzas para lo que llega. Sin embargo, todo se desinfla cuando sales a pasear por el centro de Leganés. Y no por cualquier sitio, sino por la Plaza de España, centro mismo de nuestro municipio y sede del antiguo ayuntamiento, y buscas el Belén que ha estado allí siempre. Llegas allí y te teletransportas al ceda el paso de una rotonda. Es lo que te hace sentir la iluminación navideña que al Gobierno de Santiago Llorente -y a la concejala de Festejos en concreto, Angelines Micó- se les ha ocurrido poner. Ni las etiquetas le han cortado.

No contentos con esto, le colocan unas vallas azules que terminan de criminalizar la estampa; que ni de colocarles unas guirnaldas han sido capaces. Para ponerlo así, mejor no haber puesto nada, o haberlo puesto donde correspondía: decorando la distribución del tráfico en alguna de las múltiples rotondas que hay en Leganés, que no hay ni dos ni tres.

Se oye un rumor por las calles, un sentir compartido por muchos, que no es otro que el preguntarse qué habremos hecho los vecinos para merecernos esto.

Al auténtico Belén municipal, al que hace el belenista (con su recorrido, etc.) han tardado días en darle solución al problema de la movilidad. El túnel de luz, el supuesto “mayor atractivo de la iluminación de las fiestas en Leganés” colocado a las puertas de la Casa Consistorial se estropeó a los cuatro días de empezar a funcionar, y tardó en repararse otros cuatro. Un túnel de luz que está pensado para colocarse en el recorrido de una calle, como los que se ponen en varias ciudades españolas. Y hablamos del centro de la ciudad, de lo que supuestamente tenía que ser el plato fuerte. Es como si nos hubiéramos quedado con los restos.

Igual que al Belén de la plaza hay que tenerle mucha fe para encontrar entre su mimbre al Niño Jesús, al Gobierno de Leganés hay que tenerle una fe que mueva montañas para creer que tienen ganas verdaderas de trabajar; porque como uno no crea, no ver absolutamente nada es lo más sencillo.