Por Almudena Jiménez
Fernando tiene la voz hinchada y está claro que no sabe hablar bajito, pero con un par de copas de vino le acabas contando tus secretos, él alguno de los suyos y ahí se quedan para siempre, en ese estado mental que ha creado con Lucía entre el mar y la montaña. Ahora sé que no fuimos de viaje a La Infinita, y nunca iremos; y creo además que, si alguien lo hace, no lo va a disfrutar. Confieso que llevaba conmigo el prejuicio de creer que iba a encontrarme con un lugar lleno de postureo. Conocía este proyecto casi desde el principio, lo vi crecer a través de las redes sociales, y fui con temor a que fuera impostado ese olor a leña y su manera de vivir; que no pasase de la etiqueta #labuenavidasencilla. Esa impresión me ha durado el primer sorbo del café, tomándolo contenta mirando a Pilar y planeando tomar fotografías de todas las vacas tudancas del Saja-Nansa, y la voz calmada de Lucía contándonos qué tal noche ha pasado hoy Olivia.
Poco hay más auténtico que el olor a mierda de caballo cántabro colándose por cada rendija de nuestro coche nuevo, borrando ese olor inconfundible que trae de fábrica y sustituyéndolo; y yo encantada bajando a tope las ventanillas, alucinando por estar atrapadas en un atasco descomunal formado por no sé cuántas cabezas de ganado camino de Ruente. A aquellos hombres y mujeres de todas las edades les faltó darnos con una vara para guiarnos por la CA-280 en sentido único.
Todo el día con el petate valle arriba y abajo, con los prismáticos a cuestas y las botas de montaña, con la vista puesta en el puerto de Palombrera o en cómo evitarlo, pero acabar de todos modos rindiéndonos a vinos y acabando con todo el arroz con leche de Granja Cudaña que haya en Carmona, replanteándote toda tu vida o dando gracias por ella. Al final el cocido montañés no pudo ser porque en Cofiño cogieron la fiesta con tantas ganas como yo, pero nos lo trajimos envasado para hacer de cualquier miércoles de los que vengan, en lugar de un día corriente, un día especial de los que nos prometimos en los votos de la boda. Ya en casa, el cajón del embutido huele al humo del queso que compramos en Comillas. Es todo tan auténtico que no se lo quiero contar a nadie y, a la vez, es de lo único que se me ocurre hablar este mes aquí.
No lo siento como un viaje. En adelante, saldré del garaje para subir a Carmona. Me subo a La Infinita. A ver si me tomo la confianza de enviarle un mensaje a Fer y preguntarle ¿hay hueco este finde? Esperaré su audio de vuelta y ya me veré dando una vuelta por el pueblo -no sé si como Lucía y él, con un par de churumbeles– y dándoles el coñazo como si fueran colegas de toda la vida. No lo son, y les respeto más por ello, porque en esa distancia que nos separa encuentro la admiración tan profunda al trabajo que han escogido.
Con mucho esfuerzo, tiempo y distancia -que algunas veces es de muchos kilómetros y otras veces no- consigo desconectar y disfrutar del tiempo libre con calidad. O, mejor, dejar atrás y atrapadas en la agenda las tareas ordinarias para dedicarme en cuerpo y alma a las sendas, los miradores, las curvas de la carretera, la piedra de la posada, los geranios, su chubasquero rosa, el bocadillo de tortilla con chorizo, o la humedad de la iglesia de San Vicente de la Barquera. Es ahí, a gusto entre la niebla de Cabuérniga, donde espera sonriente el destino inacabable que es la buena vida que te prometieron.
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