Por Almudena Jiménez.

No tenía claro que, después de recorrer aquella carretera primero de ida y después de vuelta sin bajarnos del coche, fuésemos a llegar a buena hora para comer un arroz con pato decente en ningún restaurante cuyas mesas de la terraza no estuvieran pegajosas y unas cuantas moscas molestándonos; nada raro teniendo en cuenta el calor y la humedad propios de la Isla Mínima del Guadalquivir. Casa Paco, sin embargo, nos acogió haciendo hueco en un lado del jardín, con la suerte añadida de no tener ni siquiera que contar los metros que nos separaban de la siguiente mesa. Fue dejar caer el trasero en la silla de plástico -la clásica que se tiene en las casas de verano, siempre un poco sucia, que te deja marcado en la espalda el dibujo de su rejilla- y sentir el peso de este año completo sobre mí, como una expresión física de la conciencia.

Cada peldaño de mi columna vertebral la sentí como el sello de una etapa. Abajo, en el espectro lumbar, podrían situarse los primeros días, la incertidumbre buscando su espacio tras el grito callado de las alarmas. Recuperada del golpe, el arroz me supo a gloria. Así lo llevo. Así es como yo, que venía herida de gravedad por haber perdido meses antes a una de las personas que da razón a mi existencia, vi en marzo de 2020 una oportunidad de -en un contexto de drama, restricción y despojo de la vida que hasta entonces conocía- disfrutar de un instante que pasa por delante y que o lo tomas, o lo dejas. Esa receta iba a durar, en toda su expresión, apenas unas unos segundos en su expresión máxima; lo que tardase en perder temperatura. Un sabor dura caliente poco tiempo. Nadie me asegura que la olla de barro soporte las brisas frescas de estas fechas. Así quiero seguir planteándomelo un año después de aquella primavera. Hoy, pocas cosas merecen que se me enfríe la comida.