Por Almudena Jiménez

Para ser un buen comensal hay que ser también una persona a la que la vida le resulta un lugar amable. Hace un par de sábados no pronosticaban buen tiempo y, sin embargo, en nuestro afán por cambiar de aires -pero con la premisa de permanecer fuera de la multitud-, visitamos el municipio de Campo Real, la famosa catedral de Justo Gallego en Mejorada del Campo, y las lagunas de Velilla de San Antonio.

Todo en la misma mañana porque somos personas cuyas piernas no conocen el cansancio si de recorrer calzada regional se trata. De todo este recorrido, mi parte favorita es esa en la que, a la entrada de Campo Real, mi madre obliga a mi hermano a dar un giro de volante -que todos seguimos detrás- para cruzar las puertas del paraíso: Aceitunas Hijas de Bernabé. Una nave cuyo aroma, colores y exposición te hará saber el momento justo en el que entras, pero ni idea de cuándo saldrás. Hubiera querido quedarme a vivir fijándome no solo en las manos de las mujeres detrás de los mostradores; me hubiera instalado en los nervios que sé que he sacado de mi madre porque los veo, la veo y me veo en ellos queriendo pedir un poco de todo.

Pero ¿qué poco de todo? Queríamos pan, la lata de 2 kilos de berenjenas, la miel que vendían en panal; queríamos gildas, sí, la clásica y la de boquerón; póngame también esa gorda rellena de bonito y el pincho de salpicón, “está el pulpo bien tierno”. Claro, de las vuestras de Campo Real, ponga las suficientes para aliñar en casa y para comer así “tal cual”. No miramos la cuenta, y a punto estamos de volver a comprar algo más, con la pena de dejarnos algo. Mi madre quería pagar, pero no la dejamos. “Cada uno paga lo suyo. Si no, no podemos venir contigo”. La orilla de la Laguna del Raso fue este momento con disfraz de lugar amable. Estoy deseando revelar el carrete de fotos de ese día en que también pasarán a la historia los bocadillos de lomito ibérico que nos regaló mi suegra. Salimos bien, somos una panda de buenos comensales.