Por Almudena Jiménez.
Está a punto de empezar la temporada de la fresa, aunque ya empieza a haberlas en las fruterías y supermercados. Incluso las vimos, bien hermosas, en las semanas centrales de la Navidad. En realidad, ya hay de casi todo en cualquier momento del año, porque se cultiva obligando a la naturaleza a que brote cuando queremos que lo haga. Me gustan los restaurantes que cocinan con lo que, de verdad, es propio de cada época del año.
Ahora que esas cajas llenas de fresones se exhiben en las puertas de las fruterías con el precio señalado en cartones escritos en rotulador fosforito, o con lo que tengan a mano-en la de Santiago, por ejemplo, donde suelo comprar cerca de casa, con un lápiz rojo-, siento el impulso de comprarlas, y la nostalgia de que ya no me saben como antes.
Nadie prepara las fresas como las preparaba mi tía. Creo que era la paciencia, el amor al imaginarnos comiéndolas como el mejor postre posible, o la ninguna prisa que tenía para hacer absolutamente nada lo que hacía que le echase la cantidad exacta de azúcar a la cantidad perfecta de fresas. Que hubiera para todos, aunque ella ni siquiera las probase y terminara por pelarse una naranja, lo cual no daba ninguna pena porque nadie pela la naranja como la pelaba ella, sin un ápice de piel blanca. Qué fanática de la fruta fresca, si hasta se la comía de aperitivo.
Partía las fresas en trozos similares y las removía con mucha delicadeza con una cuchara de las que no se usan en mi casa para comer, por ejemplo, la sopa o las lentejas; sino que son para probar cómo va estando el guiso, o para este tipo de necesidades. Así quedaban melosas, el azúcar se integraba y no lo veías en el resultado final. Al fondo, un caldito reservado a los más privilegiados, aquellos que ascenderán a los Cielos, y que solía ser yo en prácticamente todas las ocasiones.
En realidad, no sé si era como más le gustaban, o si las preferiría con zumo, o con nata. Sobra decir lo poquísimo que me importa si tomar las fresas con azúcar blanca no era la opción más saludable. Hay recuerdos que son la vida misma. Qué suerte haber comido tantos cuencos preparados por ella.
Esta Navidad, alguien a quien aprecio mucho, pero desde hace poco tiempo, preparó una macedonia deliciosa que a mi tía le hubiera encantado. Lo hizo con la abundancia de la gente que te quiere, y que quiere que te quedes mucho rato. De estas semanas pasadas -agitadas por la pandemia, y a la vez envueltas de letargo por un confinamiento indeseadísimo– permanezco en esa clase de momentos que se van encadenando. Son la clase de recuerdos que quiero tener. La memoria que me gusta. Anoche, en la cama, le daba vueltas a si la manera que tengo de acordarme de ella, de mi tía, está a la altura. Nunca. Es como fotografiar una puesta de sol: imposible retratarla como la viste en directo. Con el sabor de las fresas pasa igual; sin embargo, me sigue encantando guardar esas imágenes en el carrete y volver con una caja de fresas de Santiago, a quien mi tía le compraba siempre. Empieza la temporada, las pediré tanto como pueda.
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