Ocho piezas históricas fueron sustraídas en menos de siete minutos desde la Galería Apolo, en un golpe atribuido a una banda profesional
El Louvre cerró temporalmente sus puertas tras el robo de ocho objetos de valor incalculable —diademas, collares, pendientes y broches— que formaban parte de las vitrinas con las joyas de la corona francesa en la Galería Apolo. Según las autoridades, los asaltantes accedieron al segundo piso usando un camión con escalera, forzaron una ventana con una cortadora de disco y completaron el hurto en menos de siete minutos. Entre los objetos sustraídos figuran piezas vinculadas a las familias imperiales del siglo XIX; una corona fue recuperada con daños cerca del museo.
El suceso ha reabierto el debate sobre la vulnerabilidad de los museos franceses. El propio ministro del Interior, Laurent Nuñez, aseguró que la banda “era claramente profesional”: conocía el terreno, tenía un modus operandi rápido y sencillo, y actuó con precisión. Fuentes oficiales señalan además que las alarmas sonaron correctamente, que cinco empleados siguieron protocolos para proteger a los visitantes y que un intento de prender fuego al vehículo exterior fue impedido por un trabajador del museo. A pesar de ello, el episodio cuestiona los niveles de seguridad física y tecnológica en salas próximas a obras de enorme afluencia pública.
El contexto confirma una tendencia preocupante: en septiembre se registraron ya robos de oro en el Museo de Historia Natural y de porcelana por valor millonario en Limoges, lo que obliga al Ministerio de Cultura a acelerar un plan de refuerzo de seguridad en instituciones culturales. Expertos consultados recuerdan que, aunque algunas piezas no tienen mercado legítimo, las joyas pueden fragmentarse, venderse por partes o reenviarse al mercado negro, reduciendo su trazabilidad y haciendo más difícil su recuperación. La rápida dispersión del botín es la principal preocupación de los investigadores.
Las implicaciones son amplias: desde la protección del patrimonio cultural y la necesidad de protocolos más estrictos hasta debates sobre recursos y coordinación entre museos y fuerzas de seguridad. Si no se detiene a los autores pronto, los investigadores esperan que los ladrones busquen compradores en circuitos internacionales o corten piezas para su venta. El robo recuerda, en la memoria colectiva, otros episodios como el famoso hurto de la Mona Lisa en 1911, pero añade un matiz moderno: grupos criminales organizados y con objetivos financieros cada vez más especializados en el arte y los objetos históricos.
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