Por Almudena Jiménez.
Es un viernes de los primeros en los que el calor acusa, te ajusta la ropa exprimiéndote, sacándote jugo. Es un viernes de esos que no sabes si echarte a la calle o calzarte los gallumbos, darle velocidad al ventilador, y dedicarte a divagar sobre las horas muertas que ofrece el verano. También puede que sea un viernes, entonces, de entregarte a un bar cualquiera, a ver qué te presenta por delante. Por delante tenemos una terraza con unas veinte mesas, sin exagerar, y ninguna de ellas libre. Está en la Plaza Mayor de Leganés, y no lleva ahí mucho tiempo: El Rincón Lusitano.
Ese mismo establecimiento ha cambiado de nombre unas cuantas veces. Buscas encontrarte la mirada con algún camarero, pero es todo el tiempo el mismo. Se trata de un hombre de poca estatura, buen color, que va corriendo entre las mesas. Corre de verdad. Corre, y me fijo en sus zapatillas porque es algo que hago siempre, que les miro el calzado a las personas que trabajan en hostelería porque creo que deberían cuidarlo. En el caso de este hombre, portugués de los que terminan las palabras con mucho acento, lo lleva modesto, así que la suela tiene que estar completamente fundida.
Mis tíos, además de cedernos su mesa e invitarnos a una cerveza y una charla, nos habían recomendado ir a lo seguro y pedir el calamar; y, como es viernes, me levanté para planchar a las seis de la mañana, y tampoco me he echado la siesta, ni me lo pienso. Creo que el tipo va a tardar un rato en tomarnos nota, porque entre que atiende el bar él solo y que con las prisas no se fija mucho en nadie, empiezo a resoplar. Estoy por terminarme la cerveza y dejarle el efectivo sobre la mesa. No estoy hoy para dar oportunidades. Por suerte, tengo a mi lado a alguien que parece tener guardadas pequeñas dosis de una pócima de paciencia y me las administra en el momento justo. Conseguimos pedir, y el esfuerzo ímprobo que está haciendo ese hombre por atendernos a todos también hay que reconocérselo. Nos sonríe cuando escucha la comanda. Significa que hemos acertado y me da confianza. No tarda en traerlo, y lo hace orgulloso. Ahí sí que me ha ganado. “Lo disfrutes”.
Huele a calamar frito. Cuidado, no a frito llanamente, sino al alimento en sí, a la receta. La pieza sale entera, las anillas terminas de cortarlas tú en el plato, y se ha molestado en colocarle una hoja de perejil encima; y las salsas que acompañan, alioli y otra de tomate más picante, también quedan bien en el plato. Además, medio limón sin contemplaciones. Maldita sea, ese hombre que va volando para atender las veinte mesas, con veinticinco grados, a las once de la noche, nos ha servido con amabilidad, simpatía y orgulloso un calamar que nos acerca a su tierra, a lo que él es. Y lo ha adornado. Ha querido agradar. Al final, este viernes ha terminado mejor de lo que esperaba gracias a un poco de perejil que era más de lo que parecía.
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