Últimamente parece que andamos esquivando que caiga sobre nosotros alguna de las desgracias que están pasando. No es por ser dramática, es que es la sensación que tengo. También me es complicado -yo confieso- no ser frívola. Ayer mismo explotó un edificio casi exactamente en frente del que fue mi lugar de trabajo durante unos meses. El hotel Ganivet, donde acogieron a los mayores de la residencia situada justo al lado de lugar siniestrado, tiene una cafetería donde iba cada día a comprarme un café manchado para llevar, que después me tomaba sola en un banco al pie de las escaleras de la Sala de Exposiciones la Paloma. Hacía solo tres días había estado quejándome porque con las medidas y la tensión de que alguien no las cumpla, me resulta imposible disfrutar al cien por cien de estar sentada en un restaurante. Vigilo que el resto de los clientes cumplan las medidas; si se ríen a carcajadas con la boca muy abierta me pongo nerviosa y, si el camarero no les llama la atención, me enfado. Pero ¿cómo he llegado a ser así?
También estos sucesos me arrean en la cabeza con el mazo de la verdad más absoluta: no somos nadie y, al mismo tiempo, somos todo para alguien. Pero, en términos absolutos y naturales, ¿qué somos nosotros en comparación con lo que Dios, la naturaleza o la mala suerte decide? Me cuesta creer la suerte que tengo y, tal vez por lo difícil que me resulta, lo olvido y me disgusto porque ya no es lo mismo sentarse a comer fuera de casa. Me confunde no saber si lo que esquivamos es la buena o la mala suerte. Quejándome y refunfuñando por nimiedades esquivo la buena, creo. Desde luego no la atraigo -si es que eso es posible- o, como poco, la ahuyento a soplidos.
Lo voy a intentar, trataré de atraparla cuando se me pone delante. He pecado, lo hago en este mismo momento mientras termino esta frase; porque es injusto que me dé cuenta de que hoy he vuelto a sortear la maldita y mala, y sigo viva, y todo porque una desgracia más me ha rozado el cogote. Sigo pudiendo ir a restaurantes.
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