Por Almudena Jiménez.
Dos cervezas y unas gambitas, por favor. Blancas y de Huelva, y damos la semana por satisfecha. Es por lo que nos ha dado. Con el buen tiempo y la madurez con la que espero que me esté regando la edad, cada vez me gustan las cosas más llanas, más directas. La cerveza es cero, cero; que no lo he dicho, pero me encanta cuando la sirven muy muy fría y trato de convencer a todo el mundo para que se pase a ese concepto de refresco con sabor a cebada. “Es que lo tiene todo”, les digo, porque estoy orgullosa.
Estoy a gusto, deseando que llegue la comanda y pedirme la segunda sin, que ojalá me la traigan de grifo en un vaso congelado, con el hielo pegado formando gotas sólidas. Es extraño porque, en un momento, me sobreviene una duda: ¿estarán buenas las gambas? Es posible que no tengan un mínimo de calidad, y que esta terraza en la que estoy ya sea solamente eso; y no quede ni rastro de la marisquería que un día parece que fue, como apunta el nombre sobre la puerta.
Llegan las gambas y mis dudas se convierten en certezas: son congeladas, y las cabezas no tienen buen aspecto. A mí me encanta chupar las cabezas de las gambas. La sibarita que trato de ocultar con cada vez menos discreción levanta la ceja izquierda. No las voy a devolver porque soy esa persona que, ahora mismo, va a quejarse todo el tiempo sin hacer nada al respecto. No puedo, me da vergüenza. Tal vez en otro lugar, no me la daría; pero en estos tiempos, en mitad aún de esta pandemia, siento una elitista compasión por algunos hosteleros que, al mismo tiempo, me cabrean profundamente. La comanda no era complicada.
Por el precio, las gambas no tenían que ser congeladas. El resultado es que el corazón se me divide, porque todos tenemos que hacer el esfuerzo: el del bar dando lo mejor de sí, y el cliente confiando en el establecimiento para pasar ese rato a gusto. Si este acuerdo de ocio tan sencillo y directo funciona, seguro que se repite. La clave está en tratar de no engañar; que no se ofenda ninguno, pero sucede más a menudo de lo recomendado. Una carne vendida en brasa y se sirve a la plancha con unas lascas de sal ahumada que mienten a los sentidos. Una merluza de pincho que es de red o piscifactoría. Productos de cuarta que se cobran como de primera. Por no hablar de los postres.
Disculpen que no sea hoy tan optimista. Comer es disfrutar, aprender; comer es vivir al fin y al cabo y, si uno tiene el inmenso privilegio de elegir, siempre quiere vivir bien y no mal; vivir sin que le engañen. Este modo de vida, con sus bares y restaurantes, es parte grande de la recuperación. Tal vez esté la clave en dar cada uno lo que pueda dar con humildad. También en decir a su tiempo lo que es justo, y que al siguiente en sentarse no traten de colarle la que no es fresca, ni es blanca, ni es de Huelva, a precio de todo lo anterior.
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